Estar en Cristo


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Sobre Juan 3: 1-8

Hace muchos años ya, en mi época de estudiante universitaria, en uno de los estudios bíblicos que hacíamos en GBU (Grupos Bíblicos Universitarios), recuerdo haber compartido algo que siempre he procurado tener presente, con mayor o menos éxito, según la etapa de mi vida por la que haya ido pasando.

Compartí algo que leí o escuché y que me impactó tremendamente en aquel momento: Dios también tenía cosas que quería contarme, Dios también quería contarnos lo que le preocupa, lo que está viendo que pasa en este mundo, lo que siente, lo que le duele, lo que desea…

 

Y es que hablar con Dios en nuestras oraciones, el “orar sin cesar” del que nos habla la Palabra, no es sino mantener una relación con Él, compartirnos mutuamente, tener una comunicación bidireccional en la que yo le digo lo que Él es para mí y Él me dice lo que quiere de mí y cuánto me ama.

Seguro que, en alguna ocasión, también os han preguntado cómo veis a Dios, con qué aspecto de su personalidad os sentís más identificados o cómo os lo imagináis.

Hay personas que quizá lo vean como un padre amoroso o como un abuelo de larga barba blanca; o quienes, al contrario, no puedan verlo como un padre por haber tenido una mala experiencia con el suyo en la infancia.

Otras personas quizá lo vean como un amigo, un compañero que te acompaña en toda circunstancia, un hombro sobre el que llorar y alguien a quien contar todas nuestras penas… sobre todo las penas porque, ¿quién ha pensado que a Dios también le gusta reírse con nosotros?

Otros quizá lo vean como una pareja, un marido, una mujer, alguien que llene un hueco sentimental, esa faceta romántica relacional que normalmente necesitamos cubrir.

Otros quizá lo vean como un mentor, un maestro, un sabio a quien acudir por respuestas.

Todas estas visiones de Dios son buenas, todas válidas, todas nos ayudan a entenderle mejor y a crecer en nuestra relación con Él en dependencia del momento de aprendizaje o madurez que estemos viviendo.

Sin embargo, esta aproximación a Dios se me queda corta. Con ella siento que me quedo en la orilla.

¿Recordáis cuando Jesús le dijo a su discípulo “Boga mar adentro”? Pues creo que a nosotros también nos incita a remar a aguas profundas, a no quedarnos en la orilla, donde casi no cubre o donde solo metemos los tobillos o las rodillas. Porque los pececillos que podemos observar junto a la costa no son comparables a los grandes peces que podemos observar en medio del mar, la riqueza de la orilla se multiplica en las profundidades y creo que Dios quiere mostrarnos mucho más que una faceta suya o dos.

Si nos quedamos con esa relación bidireccional con Dios, me pregunto cómo encajan entonces pasajes como el de Nicodemo o el de la samaritana y el pozo.

 Juan 3: 3-8 dice así:

 ...yo te aseguro que solo el que nazca de nuevo podrá alcanzar el reino de Dios.

Nicodemo repuso:

¿Cómo es posible que alguien ya viejo vuelva a nacer? ¿Acaso puede volver a entrar en el seno materno para nacer de nuevo?

Jesús le contestó:

Te aseguro que nadie puede entrar en el reino de Dios si no nace del agua y del Espíritu. Lo que nace de la carne es carnal; lo que nace del Espíritu es espiritual. No te cause, pues, tanta sorpresa si te he dicho que debéis nacer de nuevo. El viento sopla donde quiere; oyes su rumor, pero no sabes ni de dónde viene ni a dónde va. Lo mismo sucede con quien nace del Espíritu.

Este pasaje nos está hablando de algo más profundo que una mera relación de dos personas que tienen más o menos confianza, que comparten, que se entienden y se ayudan.

El versículo 5 “nadie puede entrar en el reino de Dios si no nace del agua y del Espíritu”, nos habla de una transformación, de un ser nuevo, de un cambio total, de un empezar de otra manera.

En una relación entendida como la conocemos tú sigues siendo tú y la otra persona sigue siendo ella misma; mejoramos, sí, cambiamos un poco, nos adaptamos, pero ninguno cambia su naturaleza. De lo que aquí se habla es de un empezar de nuevo.

En el pasaje de Jesús y la samaritana de Juan 4:7-14 dice así:

… llega una mujer samaritana a sacar agua. Jesús le dice:

Dame de beber.

Los discípulos habían ido al pueblo a comprar comida. La mujer samaritana le contesta:

¡Cómo! ¿No eres tú judío? ¿Y te atreves a pedirme de beber a mí que soy samaritana?

(Es que los judíos y los samaritanos no se trataban).

Jesús le responde:

Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: “dame de beber”, serías tú la que me pedirías de beber y yo te daría agua viva.

Pero Señor, replica la mujer, no tienes con qué sacar el agua y el pozo es hondo. ¿Dónde tienes ese agua viva? Jacob, nuestro antepasado, nos dejó este pozo, del que bebió él mismo, sus hijos y sus ganados. ¿Acaso te consideras de mayor categoría que él?

Jesús le contesta: Todo el que bebe de esta agua volverá a tener sed; en cambio el que beba del agua que yo quiero darle, nunca más volverá a tener sed, sino que ese agua se convertirá en su interior en un manantial capaz de dar vida eterna.

 

Aquí vemos un paso más, Jesús habla de un agua que es Él mismo, alojada en el interior del que acepta beberla. Es Jesús mismo en el interior del que cree en Él, un brotar y un nacer desde dentro. Las dos personas que están en relación ya no son dos entidades diferentes, una junto a la otra, sino que una está dentro de la otra y la otra desborda a la una. Se trata de una verdadera simbiosis, algo que va mucho más allá de un mero compartir, enriquecerse o caminar juntos.

En Juan 6:47-58 dice así:

Os aseguro que quien cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros antepasados comieron el maná en el desierto y, sin embargo, murieron. Este, en cambio, es el pan que ha bajado del cielo para que, quien lo coma, no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo voy a dar es mi carne, entregada para que el mundo tenga vida (…) Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí, y yo en él. El Padre, que me ha enviado, posee la vida y yo vivo gracias a Él; así también, el que me coma vivirá gracias a mí. Este es el pan que ha bajado del cielo y que no es como el que comieron los antepasados y murieron; el que come de este pan vivirá para siempre.

Estas imágenes nos hablan de algo que va más allá de un mero compartir de dos personas. Es un formar parte de la esencia del uno en el otro. Cuando comemos y bebemos el alimento y la bebida naturales, estas pasan a formar parte de nuestro cuerpo, se descomponen en nutrientes, las sintetizamos y se reparten por todo el cuerpo a través del riego sanguíneo para que nuestro cuerpo pueda seguir funcionando.

Cristo, dice aquí, en reiteradas ocasiones además, que es el pan y la bebida para nosotros. Él nos está diciendo que tenemos que comerlo y beberlo para que Él esté dentro de nosotros y nosotros en Él.

No estamos hablando de la Eucaristía tal y como la conciben nuestros hermanos católicos. No estamos diciendo que el pan se convierta en cuerpo y el vino en sangre en el momento de recordar la última cena; nosotros no creemos en eso, pero sí, simbólicamente, que debemos ingerir y beber a Cristo para que ese nuevo ser del que le hablaba Jesús a Nicodemo, pueda ser formado en nosotros por medio de la fe, de creer en Cristo y que Él está en nosotros y que ya no somos más nosotros, sino Él actuando en nosotros, porque su esencia se ha convertido en parte de nuestro propio cuerpo.

Tenemos, pues, que hay que nacer de nuevo, que ser una nueva criatura en el Espíritu, que hay que beber el agua que es Cristo y comer el pan, que también es Cristo.

En Juan 17:23, en la última oración que Jesús elevó al Padre antes de ser arrestado, dijo: “Yo en ellos y tú en mí, para que sea perfectos en unidad”. Siempre aludimos a este pasaje para enfatizar la unidad entre nosotros, el vínculo entre hermanos en la fe, pero nos olvidamos del previo: Jesús está diciendo que Dios Padre estaba en Él y que Él, Cristo, a su vez, estará en ellos (en nosotros) cuando nos deje su Espíritu al partir de este mundo. A modo de muñecas rusas, una dentro de otra, albergamos a Cristo en nuestro interior y Él, a su vez, alberga a Dios en su interior, de tal manera que volvemos a esa simbiosis perfecta de la que hablábamos antes, un fluir uno en el otro y el otro en el uno, desde el interior, no al lado, sino dentro.

En 2ª Corintios 5:17 dice: “Si alguno está en Cristo, nueva criatura es, las cosas viejas pasaron, todas son hechas nuevas”. O, como dice la versión de La Palabra “una nueva realidad está presente”.

En Gálatas 2:20 dice Pablo: “Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí. Mi vida en este mundo cosiste en creer en el Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí.

Estamos hablando de que el seguir a Cristo es más que una relación, es una fusión en la que la naturaleza terrenal se somete a la espiritual. Lo humano, lo de Adán, queda tragado por lo espiritual, lo de Cristo. No es seguir a Cristo por detrás, es estar en Cristo, que sea Cristo en mí, no más yo, sino Él, obrando a través de mí.

Hay dos imágenes que quiero compartir que quizá nos ayuden a entender un poco mejor estos conceptos:

Una es la de una botella vacía, destapada, en el mar.

La botella es un soporte físico dentro de la inmensidad del mar, pero al estar vacía y mecida por la marea se llena del agua que la rodea y ese agua también sale de la botella en un fluir continuo. El agua de alrededor está dentro de la botella, el agua de dentro sale y vuelve a entrar y la botella rodeada de continuo por la fuente misma de esa riqueza que la llena.

Otra imagen es la de una infusión. Por una parte tenemos la taza con agua caliente y por otra la bolsita con las hierbas, el té, la manzanilla, lo que sea. Cuando ambas están separadas son dos cosas diferentes, con funciones diferentes, pero cuando se unen, cuando se fusionan, cuando se infusionan, lo resultante es otra cosa completamente diferente, es algo nuevo, más rico, con otro nombre.

Estamos hablando en este punto de dos realidades, del mundo material y del mundo espiritual. Dios creó, cuando dio forma a la Tierra, la realidad material para dar soporte a lo que ya existía, la realidad espiritual, la vida de Dios.

La Palabra dice que la Tierra estaba desordenada y vacía, así que Dios tuvo que poner orden y distinguir las realidades y crear la realidad física para dar soporte al mundo en el que iba a vivir el ser humano.

Creó toda la naturaleza, incluyendo a los animales, pero cuando llegó el turno del hombre usó material, tierra, lo físico y lo tangible, pero también usó la parte de vida de Dios (la vida zoe) para infundirle aliento de vida, su Espíritu. Fue de hecho, la única criatura a la que le dio ese aliento de vida. De modo que el ser humano se mueve en dos realidades, en dos ámbitos, el físico y el espiritual. En el Jardín de Edén, estas dos realidades están representadas también por los árboles de los que se nos habla. En el centro, el Árbol de la Vida, el Espíritu de Dios, y a un lado el Árbol del conocimiento del bien y del mal, que representa la vida humana.

En el momento en que el hombre y la mujer desobedecen comiendo del Árbol del conocimiento, el proyecto perfecto del ser humano se rompe, se trunca, así que ese modelo está fallado hasta que Dios manda el modelo que retoma la idea primigenia que Él tenía para el hombre: Jesús, 100% hombre y 100% Dios, el modelo perfecto, capaz de cumplir con la ley siendo hombre.

Cristo es la nueva creación y vino a darle muerte en la Cruz a la vieja creación simbolizada en Adán. Cristo carga con el modelo roto y lo deja en la Cruz, por eso, al aceptar ese sacrificio y el hecho de que Él lo hizo todo por última vez, nosotros somos una nueva creación, un nuevo modelo en Cristo.

Nosotros no podemos imitar al modelo de Jesús, no podemos copiarlo o intentar pensar y actuar como lo haría Jesús si estuviera en nuestro lugar, porque la naturaleza humana está fallada. Lo único que podemos hacer es apelar a la vida espiritual dentro de nosotros por tener a Cristo viviendo en nuestra nueva naturaleza, desde dentro hacia afuera.

Y cómo cultivamos esta nueva criatura? Cómo podemos hacerla salir?

La clave es la palabra Intimidad, en intimidad con el Padre. A Jesús lo guiaba la vida espiritual de su interior. Él también era 100% hombre y tentado en todo como nosotros, según dice la Biblia, sin embargo su secreto era tener una relación de intimidad con el Padre. Cada dos por tres se apartaba a orar, a hablar con su Padre, a someter la naturaleza humana a la espiritual,  que la naturaleza fallida de Adán no se interpusiera a la naturaleza espiritual del Padre, que estaba también en su interior.

Cuando fue llevado al desierto para ser tentado, lo hizo en todas las facetas posibles, en su cuerpo, en su alma y en su espíritu, pero de todas las tentaciones salió respondiendo con la parte de la vida de Dios en Él, no con la parte humana (el hambre, la ambición, el cuestionar a Dios). Jesús le responde con la Palabra escrita, no con sus sentimientos o sus conocimientos. De su interior manaba la vida de Dios, no la sabiduría humana.

Nuestro objetivo debe ser aumentar a Cristo en nosotros, que Cristo crezca y que yo mengüe.Si nos quedamos en la orilla nuestras oraciones dirán: Señor, ayúdame, me siento débil, necesito esto o aquello. Cuando empezamos a entrar en las aguas profundas nuestras oraciones dicen: Quiero conocerte. No yo, sino tú. No quiero ser yo quien haga, decida en mis fuerzas, sino Señor, obra tú, yo colaboro contigo, pero decide tú, habla tú, tú en mí, porque yo no puedo.

Cristo es el modelo perfecto, él no destacó por una sola cualidad. Lo vemos llorar, enfadarse, ser humilde, enseñar… tenía todas las virtudes porque él es el modelo perfecto del padre. Cristo está en mí, por tanto tengo el modelo perfecto dentro de mí, soy una en Cristo, Él en mí y yo en Él, así que todo lo puedo en Cristo que me fortalece y, cuando soy débil, entonces soy fuerte porque entonces yo muero y Él crece.

Para terminar quiero leer unos párrafos de un librito que hace mucho tiempo los padres de mi tío, que abrieron obra misionera en Marbella y Málaga, les regalaron a mis padres.

Es el testimonio de un pastor inglés que se llama A. B. Simpson y se titula Él mismo:

Deseo hablarles acerca de Jesús y solamente acerca de Él. A menudo oigo decir: “Si solo pudiera asirme de la sanidad divina, pero no me es posible”. Frecuentemente dicen: “Tengo la bendición del Señor, o tengo la santificación, o la sanidad”. Yo doy gracias a Dios por haber aprendido que no es la bendición, ni la sanidad ni la santificación, no es lo que deseamos, sino algo mucho mejor: Él mismo.

Esa expresión aparece a menudo en la Biblia: Llevó Él mismo nuestras enfermedades, llevó Él mismo nuestros pecados sobre el madero. Es a la persona de Jesucristo a la que deseamos. Muchos tienen la idea pero no reciben provecho de ella, la tienen en la cabeza, en la voluntad, pero por alguna razón no lo reciben a Él en su vida y espíritu porque tienen lo que es una expresión exterior y no una realidad espiritual.

En cierta ocasión vi un cuadro de la Constitución de los Estados Unidos, diestramente grabado en una placa de bronce, de tal manera que cuando se miraba de cerca no era más que una colección de letras y palabras, pero al mirarlo de lejos aparecía el rostro de George Washington. El rostro aparecía en las sombras de las letras y pude ver la persona, no las palabras y las ideas, y pensé: Esta es la manera como debemos mirar las Escrituras, ver en ellas el rostro de amor brillando a través de sus páginas, no las ideas ni las doctrinas, sino a Jesús mismo, como la Vida, la Fuente y la presencia sustentadora de toda nuestra vida. 

 ¡Cristo en mí!

Gema Gutierrez                                                                                                                                Marzo 2021

 


 

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