Dejar abiertas las puertas


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Hay que encender una luz en la oscuridad

Buen martes para los que están lejos. Buen martes para los que están cerca. Cada día es un regalo, pero a usted y mí, a veces, se nos olvida.

Usted y yo para vivir en sociedad seguimos algunas normas y reglas. Por ejemplo, cuando recibimos una invitación para cenar no nos vestimos con la ropa de ir al gimnasio, sino con algo más elegante.

En la provincia romana de Palestina, en el siglo I de la era común, las normas para ser recibido en una casa eran muy diferente a las nuestras, pero las dinámicas siguen siendo muy parecidas. Cuando alguien llegaba a tu casa debía ser besado como muestra de bienvenida. Aunque debemos aclarar que el beso no es siempre una señal de una muestra de afecto. Ni lo era entonces ni lo es ahora.

Otro requisito era lavar los pies del que llegaba y si el anfitrión era rico hasta podía ofrecer aceite pata ungir al invitado. Pero en la historia que narra Lucas a Jesús nadie le ofrece un beso ni le lava los pies.

Pero entre los que miran como se desarrolla la comida a la que acude Jesús hay una mujer. No sabemos su nombre ni por qué está presente. Quizás haya escuchado hablar de Jesús. Pero lo que sí sabemos es que es una pecadora. Alguien que no debería estar allí. Que no se le ha invitado.

Y es esa mujer la que hace lo no esperado. La que se arrodilla, la que lava los pies de Jesús y los seca con sus cabellos porque sabe que nadie le ofrecerá una toalla.

Y para nuestra sorpresa, porque no nos gustan las personas que violan las etiquetas ni los reglamentos y mucho menos las liturgias, Jesús no hará uso de la ley, sino de la gracia.

Usted y yo no somos llamados a imitar al fariseo, sino a la mujer. Usted y yo no tenemos que ser esclavos de las apariencias. Usted y yo no debemos dejar que las etiquetas nos susurren al oído. Sino que usted y yo deberíamos dejar abiertas las puertas del alma para que entre el viento de la gracia.

 Lectura del evangelio de Lucas 7, 36-38

Un fariseo invitó a Jesús a comer. Fue, pues, Jesús a casa del fariseo y se sentó a la mesa. Vivía en aquella ciudad una mujer de mala reputación que, al enterarse de que Jesús estaba en casa del fariseo, tomó un frasco de alabastro lleno de perfume y fue a ponerse detrás de Jesús, junto a sus pies. La mujer rompió a llorar y con sus lágrimas bañaba los pies de Jesús y los secaba con sus propios cabellos; los besaba también y finalmente derramó sobre ellos el perfume.

¿Quién me acompañara en una oración? ¿Quién?

Gracias, Padre eterno, porque jamás me abandonaste. Porque tu presencia siempre nos sostiene con brazos de amor. Porque aun cuando estábamos lejano nos aceptaste y sembraste la idea de un nuevo comienzo. Gracias por la gracia que nos ofreces porque es el camino por donde queremos seguirte Jesús. Amén. Augusto G. Milián

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