La impulsividad no es buena consejera



Alrededor de  Mateo 13: 24-30

 

Hay días que los impulsos nos gobiernan. Que nos llevan de un lugar a otro. Lo mismo que hace el viento con las veletas. Los impulsos nunca son sinónimo de paz interior. Más bien indican todo lo contrario. Quizás ahora podemos reconocer que no podemos considerarnos personas maduras espiritualmente si nuestras emociones son las que deciden nuestra manera de actuar y de hablar.

Miremos a los jornaleros de la historia que cuenta Jesús. ¿Cuál es la propuesta que le hacen al dueño de la tierra cuando ven lo que ha ocurrido? Pues quieren arrancar la cizaña. Quieren hacer algo. Y hacerlo ya. Esta es la típica reacción de una persona impulsiva. De alguien que sólo sabe actuar por reacciones inmediatas. De alguien que no medita que lo que dice ni lo que hace.

Pero el dueño de la tierra sabe por experiencia que el trigo y la cizaña cuando crecen juntos tienen muchas semejanzas y que hay que esperar a la cosecha para poder diferenciarlos. La experiencia y la reflexión son las mejores armas contra los impulsos. Por ello cuando éramos jóvenes no aceptábamos las palabras de nuestros padres. Ahora que nos hacemos mayores las añoramos. Como nos gustaría tenerlos cerca otra vez y decirles: ¡Papá, mamá, tenías toda la razón del mundo! Pero algunos ya no podremos pronunciar tales palabras.

El Sr. Dios nos hizo personas completas. Dice el libro del Génesis, 1:17, que nos hizo a su imagen. Y cuando alguien me pregunta que significa esto, pues le respondo que esto tiene que ver con nuestra dimensión física, con nuestra dimensión espiritual, con nuestras emociones, con nuestra intelectualidad y con nuestras capacidades sociales.

¿Qué pasa si ignoramos alguno de estas dimensiones? Pues que llegará el momento que experimentaremos las consecuencias. Si algunas de estas partes no se desarrolla junto a nuestra edad cronológica entonces estaremos incapacitados para establecer relaciones sanas con otras personas, con el propio Dios o con nosotros mismos.

El  no desarrollo emocional no es tan fácil de ver a simple vista. Es como aquella parte del iceberg que permanece oculta debajo del mar. Sólo cuando pasa el tiempo y nos relacionamos con las personas lo que estaba oculto se hace evidente. Sale a luz nuestro carácter, nuestras emociones, nuestra fe y nos damos cuenta entre otras cosas por la manera de reaccionar ante diferentes situaciones, por la manera que manejamos sus impulsos. Por la manera de confiar.

Los cristianos de tradición reformada no hemos prestado mucho interés por el componente emocional en nuestro discipulado. De hecho no forma parte de nuestro vocabulario diario. Hemos preferido priorizar otras áreas como la intelectualidad o la diaconía, y lo sabemos por la cantidad de facultades de teología que tenemos por todo el mundo y por el compromiso social de nuestras iglesias. De hecho cada iglesia de tradición reformada posee una o más entidades dedicadas al servicio social.

¿Cuál es el resultado de todo esto?  Pues que contamos con algunos hombres y mujeres con muchos años formando parte de nuestras las iglesias, pero que emocionalmente siguen siendo como niños. Inmaduros. Muy sensitivos a los cambios. Hombres y mujeres que se dejan llevar por los impulsos. Y que están dispuestos a ir corriendo al campo y arrancar la cizaña que crece entre el trigo sin importarles mucho si con esta acción pueden dañar la cosecha de trigo.

Se nos ha enseñado a enfrentar la vida auxiliándonos de la fe, de la razón y de los sentimientos. En ese orden. Pero los jornaleros invierten el principio. Ellos no quieren razonar. Quieren actuar. Algo parecido nos pasa con un sentimiento muy común: el enojo. Cuando nos atrevemos a mostrar enojo, un sentimiento muy impulsivo de por si, no poseemos ninguna referencia para reconocerlo en nosotros mismos que nos alerte de que esta se convierte en un impedimento para hablar con el Sr. Dios., para entender las Escrituras, para vivir una vida en comunidad. El enojo se hace siempre visible en los otros. Pero en realidad el enojo es tan peligroso en los otros como en nosotros mismos. El enojo puede ser destructivo. Ha de ser controlado. Así que algunos de nosotros hacemos dos cosas con el: lo escondemos o se lo mostramos a los que piensan diferentes a nosotros. Algunas personas hacen las dos cosas, lo esconden hasta que ya no pueden más y luego explotan quizás con la persona que menos se la merezca.

Cuando los discípulos de Jesús no prestan atención a lo que está pasando dentro de sí y se entretienen con mucha dedicación a lo que pasa fuera de ellos, o lo que es lo mismo miran con mucha insistencia la paja en el ojo ajeno y se muestran tolerantes con la viga que portan en sus ojo,  entonces estos discípulos sencillamente están en un constante desequilibrio emocional y espiritual. En estas condiciones no poden escuchar la Palabra de Dios, en estas condiciones no pueden entender las parábolas de Jesús, en estas condiciones no pueden estar atentos a esa voz interior que se llama Espíritu Santo.

Cuando llegue el día que descubramos la relación entre salud emocional y salud espiritual entonces podremos entender porque las palabras del dueño de la tierra a los jornaleros fue: ¡Esperad, dejad que crezcan juntos el trigo y la cizaña! Ese día algo cambiará dentro de nosotros y entonces ya no podremos ser los mismos.

Ese día, nuestro caminar con Jesús tendrá otro significado. Cambiará nuestra manera de ver a la familia, de ver nuestra iglesia, de ver a nuestras amistades. Y nosotros nos veremos a nosotros mismos de otra manera.

¡Esperad!


Augusto G. Milián

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