El rey está desnudo

Había una vez un rey que convoca a todos los sastres de su reino para hacerle un traje especial con motivo de su coronación.  De entre todos los sastres había con mucha labia y con una arrolladora personalidad convence al rey y a sus dignatarios para que se lo encarguen a él.   El traje que él diseñaría, dice, iba a ser tan especial que sería verdaderamente mágico.  Pero con una advertencia importante: este traje no podrá ser visto por los necios, solamente las personas inteligentes serán capaces de apreciarlo. En el día señalado para la prueba, el rey contempla la mirada imperturbable y sonriente de sus ministros, ninguno de los cuales quiere parecer necio aunque, por supuesto, nadie ve ningún traje.  El rey se pregunta ¿seré yo un necio?  y como tampoco quiere parecerlo premia y felicita al sastre por la maravilla del traje invisible. Llega el día de la gran fiesta y el rey aparece en público, desnudo.  Nadie quiere ser necio y todos le aplauden hasta que destaca la voz de un niño que grita: ¡pero si el rey va desnudo! El rey pierde la compostura e intenta taparse.  A partir de aquí todos se dan cuenta del engaño.

Como el rey y la mayoría de los hombres y mujeres de esta historia estamos acostumbrados a actuar según nuestro propio orgullo y opiniones. Aún a costa de hacer el ridículo. Nos escondemos detrás de nuestro falso ser para que nadie crea que somos unos necios. Nos envolvemos en las apariencias como si fueran vendas para curar nuestras heridas más profundas. Y es que no queremos que nadie descubra que somos frágiles y movidos con mucha facilidad por los vientos de las emociones y las circunstancias.

Pero el discipulado cristiano exige seguir al Sr. Dios a lo desconocido. A lo nuevo. A lo diferente. Y este seguimiento produce una relación  que transforma nuestra espiritualidad. Que hace que renunciemos a la vieja naturaleza y abracemos una nueva identidad. Pero como todo camino, en sus comienzos es duro. Las costumbres y tradiciones que nos han estado domesticando se mostraran reacias a dejarnos libres, a dejarnos solos. Pero somos nosotros los que hemos de elegir si escuchamos estas antiguas voces o prestamos atención a esa semilla que ha sido puesta en nuestros corazones y que quiere hacer de él su hogar. Las Escrituras han llamado a esa semilla: el Espíritu Santo.

Es el Espíritu Santo quien nos otorga la libertad para imitar a Jesús, el Cristo, aun cuando las circunstancias nos gritan que no hay esperanza. Es el Espíritu santo quien nos ha enseñado a decir: padre nuestro….Es la presencia de Dios en nosotros quien nos ofrece la paz. Paz para con nosotros.Paz para con la familia. Paz para la comunidad. Paz para este mundo.

Estas palabras que hoy hemos leído y hemos visto ante nuestros ojos fueron pronunciadas por Jesús mientras come la cena pascual en Jerusalén con sus discípulos. Jesús se está despidiendo y los discípulos no se dan cuenta de ello. Al día siguiente lo entenderán. Al día siguiente se darán cuenta que el amor incondicional está fuera de las influencia de las circunstancias. De los egoísmos. De la culpa. De la vergüenza. Y de los miedo.

Jesús pretende preparar a los discípulos para lo que va a acontecer. Y nosotros leemos palabras suaves. Palabras que dicen que el Sr. Dios precisa hacer su casa dentro de nosotros. ¿Cómo si fuera tan fácil? Nosotros estamos atados a lo que poseemos, a lo que creemos y acoger lo nuevo nos cuesta. Nos cuesta mucho. Pero agarrarnos al pasado sólo nos imposibilita, que el aquí y el ahora, no viva en nosotros.

Jesús procura no hacer tan difícil su partida a los discípulos. Ellos no saben lo que acontecerá al día siguiente aun. Ni lo que sucederá en la mañana del domingo. Pero nosotros sí lo sabemos. Aun en tiempos de confusión podemos recordar toda la historia. Podemos volverla a leer. Podemos recordarla.

Hay días que necesitamos que alguien nos recuerde que estamos desnudos. Que somos frágiles y falibles. Que no lo podremos controlar todo. Que no podremos explicarlo todo. Y entonces necesitaremos del silencio y de la soledad. Necesitaremos encontrarnos con compañeros que nos ofrezcan confianza y cuidados. Necesitaremos salir de nuestras zonas de seguridad. Necesitaremos orar para pedir valor. Necesitaremos que alguien nos consuele y nos seque las lágrimas. Que nos cubran las heridas con vino y nos unja con aceite.

Los discípulos creemos que esa voz interior que nos dice que estamos desnudos es el Espíritu Santo. Los discípulos de Jesús sabemos que ese consolador es el Espíritu de Dios que ha hecho su morada en nuestro interior. ¿Acaso lo has olvidado?

¡Buenos domingo, Espíritu Santo, bienvenido a casa!

Augusto G. Milián
 

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