Tú desciendes sobre nosotros como la brisa


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Querida iglesia: ¡Feliz domingo de Pentecostés!

Nosotras hemos cantamos que el Espíritu Santo desciende sobre nosotros como la brisa. 

Hoy, veintitrés de mayo, la iglesia celebra la unción, el derramamiento del Espíritu Santo sobre el movimiento de Jesús. Desde el día de Pascua hasta hoy, hemos venido escuchando en las lecturas dominicales cómo los primeros seguidores de Jesús reaccionaron a la resurrección.

Hoy podríamos recordar que no todos los discípulos reaccionaron a la Resurrección del mismo modo. María, fue incapaz de reconocer al Señor y lo confunde con el jardinero, no es hasta cuando Jesús la llama por su nombre que María reconoce a su Señor. Por otra parte Tomás, quien no estaba presente en la primera aparición de Jesús al grupo, se niega a creer, y no es hasta cuando el Señor se le aparece y lo invita a meter su dedo en las llagas que Tomás acepta la resurrección. Finalmente, el capítulo 24 del Evangelio de Lucas, nos cuenta que al principio los discípulos que van caminando hacia Emaus no le reconocieron hasta que Jesús rompe el pan.

Cincuenta días después de la resurrección, todos han tenido sus experiencias con el Jesús resucitado y se encuentran reunidos nuevamente en un mismo lugar. Pero esta vez, nos narra el libro de los Hechos, ocurre algo extraordinario: de repente todos fueron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en diferentes lenguas según el Espíritu les concedía expresarse, de tal forma que judíos, procedentes de todas las naciones que habían venido a Jerusalén para celebrar la fiesta de Pentecostés, podían entender lo que decían en su propio idioma.

En nuestros tiempos, cuando se interpreta lo ocurrido en el Pentecostés, una de las cosas más comunes que escuchamos decir es que ese día la iglesia, a través de la unción del Espíritu Santo, fue habilitada, para llevar adelante la obra redentora de Jesús y proclamar el mensaje de la resurrección al mundo entero. Esta afirmación, aunque anclada en la realidad, necesita ser explicada constantemente. El poder que la iglesia, el movimiento apostólico de Jesús, recibió ese día, radica únicamente en el amor de Dios, demostrado y revelado a cada uno de nosotros en Cristo Jesús. Es poder para comprender, sanar, perdonar. No es poder en el sentido en que los seres humanos usualmente interpretamos o ejercemos el poder, como herramienta para dominar, subyugar, seducir, y conquistar; es poder para amar como Jesús nos enseñó. El poder que ofrece la libertad cristiana.

La unción del Espíritu Santo, el día de Pentecostés, fue el derramamiento abundante del espíritu del amor de Cristo Jesús sobre la comunidad de creyentes de un modo extraordinario. Pero el Espíritu derramado en el Pentecostés no es un espíritu nuevo, es el Espíritu de Dios, el Espíritu Santo, el Espíritu del resucitado, el mismo Espíritu que se movía sobre la faz de las aguas desde la creación del cielo y de la tierra. Es el mismo Espíritu que nos es dado en el bautismo. Ese Espíritu de amor ha sido una constante, desde la creación del mundo, es el Espíritu de vida que Dios puso en el ser humano cuando lo creó, cuando sopló sobre su nariz aliento de vida; y está con nosotros, con la comunidad de creyentes, minuto a minuto de nuestra existencia.

Erróneamente la gente piensa que el Espíritu de Dios es algo que viene y se va, que a veces tenemos la posibilidad de experimentar en un momento específico, como ocurrió aquel día de Pentecostés en Jerusalén. Pero no es así. El Espíritu Santo, que se derramó sobre la comunidad de creyentes en ese día, es una constante, y aunque no siempre lo experimentemos del mismo modo o con la misma intensidad, siempre está presente en nuestras vidas; todo depende de cuánto estemos -o no- dispuestos a abrirnos al Espíritu de Dios. Como la comunidad apostólica, no todos respondemos igual ante la presencia de Dios, ni a todos se nos revela de la misma manera. La forma en la que abrazamos el amor de Dios va a determinar, como una llave que se abre o se cierra, la magnitud en la que experimentamos ese Espíritu Santo que está siempre ahí, como una fuerza latente en nuestras vidas.

Cuando seguimos la guía del Espíritu de Dios nos convertimos en esa persona que Dios quiere que seamos. Eso a veces puede causar mucho miedo, especialmente cuando estamos felices o nos sentimos seguros con quienes somos y no queremos que él reorganice nuestra existencia. Cuando dejamos que el Espíritu actúe, cuando abrimos la llave del corazón a la magnitud plena de espíritu que está ahí en nuestras vidas, cosas ocurren; cuando nos abrazamos a la fuerza del espíritu de amor que nos ha sido dado, somos capaces de lograr mucho más de lo que algunas veces soñamos o imaginamos posible.

La invitación en este domingo de Pentecostés es a abrirnos a la gracia de Dios que habita en nosotros y puede hacer todas las cosas nuevas. Ahora que la estación de Pascua he terminado, es momento para andar con más fuerza, de reconocernos reanimados y avivados en el poder de la resurrección; es momento de decir como Tomás: ¡mi Señor y mi Dios!; es momento de hablar el idioma del amor, de explotar nuestro potencial, de querer y amar mejor, de vibrar en un mismo espíritu: el Espíritu Santo.

Hoy nosotros hemos vuelto a cantar que el Espíritu Santo desciende sobre nosotros como la brisa.

Querida iglesia: ¡Feliz Pentecostés! 

Augusto G. Milián

 

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