No soy mejor que mis padres


 

 

 

 

 

 

 

 

 

Hoy es el undécimo domingo después de Pentecostés, y nuestro texto para la predicación es 1 Reyes 19: 4–8. Se trata de un fragmento del llamado “ciclo del profeta Elías” (1 Reyes 17–21). Y es un fragmento donde vemos al profeta hundido en la derrota absoluta, al punto que sólo desea morirse y por eso le pide a Dios que le quite la vida, y añade: no soy mejor que mis padres.

 
Hablaremos entonces de la depresión de Elías, el gran profeta de Dios. Veremos cómo en la Biblia aparece la depresión y los deseos de suicidio, los deseos de la propia muerte, cuando se está hundido en la derrota, en el fracaso absoluto. Y veremos que la respuesta de Dios consiste en darnos una misión, en ponernos una tarea por cumplir.

Recordemos primero la circunstancia en la que está el profeta Elías: hay un llamado del profeta para volverse a Dios, que le dirige al rey de Israel, al rey Ajab, porque todos se habían olvidado del pacto con Dios y habían levantado altares al Dios Baal y a la Diosa Ashera.

Por eso, el castigo es una larga sequía, enviada por Dios y luego tendrá lugar el enfrentamiento del profeta Elías contra los profetas de Baal (1 Reyes 18), donde claman a su Dios para que caiga fuego del cielo (que caiga un rayo, pues Baal era el dios de la tormenta) y queme la ofrenda.

 
Como sabemos, es Yahvé el Dios de Israel, el Dios del profeta Elías, quien hace caer fuego, de manera que Elías derrota a los profetas de Baal. Y luego Elías hace degollar a los profetas que habían encaminado al pueblo hacia la idolatría.

Pero ese triunfo de Elías se convierte en su derrota absoluta, porque nada cambia y la reina Jezabel (una princesa fenicia, casada con el rey Ajab) comienza la persecución de Elías, para matarlo. Y por eso tenemos al profeta de Dios huyendo, para salvar el pellejo (1 Reyes 19: 1–3).

Entonces, leemos esas palabras desesperadas del profeta, que le piden a Dios que le mate, que ya no quiere vivir: “¡Basta ya, Señor! ¡Quítame la vida, pues yo no soy mejor que mis padres!”

No es el único caso donde un profeta de Dios se halla desesperado y pide algo       así:

 

Moisés le dice a Dios: Si vas a seguir tratándome así, mejor será que me quites la vida, si es que de veras me estimas (Números 14: 15). El profeta Jonás le dice a Dios:  
 
Por eso, Señor, te ruego que me quites la vida. Más me valdrá morir que seguir viviendo […] se sintió desmayar y quería morirse. / –¡Más me valdrá morir que seguir viviendo! – decía (Jonás 4: 3, 8). Y Job le dice a Dios: Sería mejor que me estrangularas; / prefiero la muerte a esta vida (Job 7: 15).

Entonces, vemos que la depresión se nos presenta en la Biblia como algo que puede caer sobre cualquiera, sobre los hombres de Dios, sobre personas de una fe gigantesca, y que, sin embargo, caen igualmente derrotados por el desaliento y los deseos de morir.

La queja de Elías es porque su gran triunfo fue inútil y ahora él se siente igual de inútil. Se siente igual de fracasado que sus padres, igual de perdido que el pueblo perdido de Israel, igual de castigado por Dios que sus antecesores que eran unos infieles a Dios.

Vemos al gran profeta Elías, antes victorioso sobre los profetas de Baal, ahora totalmente abatido, totalmente incapaz de ponerse de pie. Porque la depresión es precisamente aquello que no puede remontarse con buenos deseos ni dando ánimo, ni tampoco dando consejos de ponerse optimista ni con decirle al deprimido que “la vida es bella”. Tampoco es una cuestión de voluntad, porque no es que el deprimido no sepa que debería de ponerse en pie (no es que a él o a ella no se les haya ocurrido esa sugerencia que le hacemos). Pero es que no es capaz de hacerlo.

El estado de la depresión es la condición de la derrota, y la persona deprimida se asume como el/la derrotado. Es como una persona que está abandonada en una estación de ferrocarril por la que ya no pasan los trenes. Por eso la queja y el persistente deseo de morirse, pero que también es un deseo vano, que solamente alarga el dolor de la depresión.

En el fondo, la persona deprimida es cobarde. Y es cobarde porque ya ha renunciado a toda lucha, a todo esfuerzo, a toda nueva iniciativa. La depresión reina a sus anchas cuando hemos renunciado a la vida, y nos entregamos a la somnolencia de la muerte en vida.

Y ¿qué le responde Dios al profeta Elías? Pues hace como las abuelas o las madres… le pone un plato de comida y le dice que coma y que se ponga en

marcha. La escena se repite: nuevamente el ángel de Dios le hace levantarse, le hace comer y le dice que se ponga en marcha, porque el viaje que todavía tiene que hacer es largo (vs. 5–7).

Vemos que Dios no le dice nada sobre sus quejas, no le dice si es mejor o peor que sus padres, no le reprocha nada y tampoco le dice palabras bonitas como haría un buen “coach”. Dios le da de comer y le ordena seguir adelante. En el monte Horeb, en el viento apacible (1 Reyes 19: 12, 13), Dios le habló a Elías para simplemente darle una tarea, para que se pusiera en movimiento y siguiera en la lucha.


Esa es la respuesta de Dios frente a nuestra sensación de absoluta derrota: nos ofrece su pan, su alimento, y nos pone en marcha al darnos una tarea, un quehacer, un trabajo que se ofrezca como un servicio a los demás. Pero nunca nos dice que nuestro valor resida en los resultados, ni en los éxitos ni en nuestras sensaciones, sino que el valor reside en que Dios es fiel y que nos ama siempre igual, siempre de manera incondicional.

Que Dios nos sostenga siempre, que cuando nos derrumbemos y nos sintamos en el pozo de la depresión, seamos alimentados y levantados por su mano, que nos de su fuerza y nos ayude a seguir caminando, porque el viaje continua y todavía tenemos una misión en la cual Dios quiere que participemos. Y que podamos cumplirla, apoyados siempre en la fidelidad del Señor. Amén.

 Victor Hernandez

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