No escuches a los impacientes


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Pensando en voz alta

Hay muchas personas con fe, pero sin una iglesia. Hay personas en muchas iglesias, pero sin fe.

Cuando alguien me pregunta que diferencia hay entre un creyente y un no creyente yo suelo recurrir al ejercicio de la paciencia, tanto en enfrentar los silencios del Sr. Dios como en la manera de vincularnos con los demás.

La manera en que nos relacionamos entre nosotros, la forma en que nos tratamos cuando nos encontramos, las palabras que usamos con nuestros hermanos menores, las respuestas que ofrecemos a los que llegan con preguntas y lo que decimos a los que intentan mantenerse alejados de la comunidad, todo esto, habla de alguna manera de nuestra paciencia. De nuestra madurez espiritual.

Jesús llama a los hombres y a las mujeres por su nombre. Les pide que salgan de donde están escondidos porque él quiere estar cerca de ellos. Quiere sentarse a la mesa con ellos. Aun corriendo el riesgo de ser calumniando. De escuchar como la impaciencia toma la palabra. Pero Jesús no se entretiene con las opiniones personales que salen a su paso, sino que pretende que la salvación entre en las casas.  Incluso, en la tuya y en la mía.

Sólo quien conoce lo que hay dentro de nuestro corazón puede llamarnos por nuestros nombres estemos donde estemos. Sólo quien hace uso de la paciencia se ofrece a acompañarnos en medio de nuestro camino. Sólo quien trae buenas noticias a nuestra vida, aquí y ahora, puede invitarnos a cambiar por dentro y que se note por fuera.

Y es que los encuentros con el Sr. Dios siguen requiriendo de la fe. De la paciencia. Y del amor. Si, de mucho amor. Asi que no escuches a los impacientes.

Lectura del evangelio de Lucas 19: 1-7

Jesús entró en Jericó e iba recorriendo la ciudad. Vivía allí un hombre rico llamado Zaqueo, que era jefe de recaudadores de impuestos y que deseaba conocer a Jesús. Pero era pequeño de estatura, y la gente le impedía verlo. Así que echó a correr y, adelantándose a todos, fue a encaramarse a un sicómoro para poder verlo cuando pasara por allí. Al llegar Jesús a aquel lugar, miró hacia arriba, vio a Zaqueo y le dijo: Zaqueo, baja en seguida, porque es preciso que hoy me hospede en tu casa. Zaqueo bajó a toda prisa, y lleno de alegría recibió en su casa a Jesús. Al ver esto, todos se pusieron a murmurar diciendo: Este se aloja en casa de un hombre de mala reputació

Escucha Señor nuestra oración en esta mañana

En medio de las preguntas, en medio del dolor, en medio de la soledad, en medio de la injusticia, en medio de la tormenta: Jesús, eres bienvenido a casa. Amén ///

Augusto G. Milián

 

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