Más allá del horizonte


 

 

 

 

 

 

 

 

Pensando en voz alta

Hay días que tendremos que subir a la montaña para ver la vida como es. Porque casi nunca nuestra vida es como nosotros nos imaginamos que sería. Tampoco es como nos profetizaron hace tiempo. Y es que todo cambia. Todo. De hecho, ahora que somos adultos ya sabemos que no podemos vivir la vida de nuestros padres. Pero se nos ha olvidado que tampoco podremos vivir la vida de nuestros hijos. La vida está llena de sorpresas. La vida está llena de esquinas rotas. Los últimos días del Adviento son una muestra de ello.

La vida de fe demanda de hombres y mujeres normales. Comunes. De personas con los pies en la tierra. Porque sólo en medio de la cotidianidad es que ocurren los milagros. Y un milagro no es otra cosa que un sucedo extraordinario que no puede explicarse con las razones que tú y yo conocemos. Los milagros nos provocan admiración. Nos sorprenden.

Solo los discípulos que conocen al Sr. Dios pueden ver los milagros a su alrededor. Sólo los que han experimentado al Sr. Dios en sus vidas saben que él no pedirá nada que ellos no sean capaces de hacer. Nada. Los discípulos sabemos que la alegría y la alabanza nunca llegan solas. Tampoco ocurren por la casualidad. Son el resultado de un ejercicio diario de la fe. De prestar atención a los pequeños actos. Y que tienen su origen en los encuentros. Si, es mediante los encuentros con otras personas que el Sr. Dios se revela. Porque somos bendecidos para bendecir.

Vienen días que tendremos que subir a las montañas para ser agradecidos. Para ser bendecidos. Y es que desde arriba la luz es más intensa y no hay niebla. Y se ve más lejos. Mucho más lejos. Más allá del horizonte.

Lectura del evangelio de Lucas 1: 39-45

Por aquellos mismos días María se puso en camino y, a toda prisa, se dirigió a un pueblo de la región montañosa de Judá. Entró en casa de Zacarías y saludó a Elisabet.  Y sucedió que, al oír Elisabet el saludo de María, el niño que llevaba en su vientre saltó de alegría. Elisabet quedó llena del Espíritu Santo, y exclamó con gritos alborozados: ¡Dios te ha bendecido más que a ninguna otra mujer, y ha bendecido también al hijo que está en tu vientre! Pero ¿cómo se me concede que la madre de mi Señor venga a visitarme?  Porque, apenas oí tu saludo, el niño saltó de alegría en mi vientre.  ¡Feliz tú, porque has creído que el Señor cumplirá las promesas que te ha hecho!

Escucha Señor nuestra oración

Padre. Creemos que podemos conocerte a ti. Creemos que podemos escucharte. Creemos que podemos seguirte. Revélate en nuestra mente y en nuestros corazones porque los días son fríos. Nosotros a Jesús esperamos. Amén.

Augusto G. Milián

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