La solidaridad de los perros


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

¿Quién no soñó alguna vez lo que haría si fuese millonario? ¡Seamos sinceros y sinceras!

¿No es cierto que, en esos sueños, casi siempre somos personas buenas y generosas? Hasta sentimos un poco de orgullo por lo que haríamos si tuviéramos el dinero que otros tienen. Ah, “si yo tuviera…”.
Es fascinante descubrir lo que los seres humanos haríamos “si”...

Si tuviéramos dinero

Si tuviéramos trabajo

Si tuviéramos más tiempo

Si los demás lo hicieran también

Si me lo pidieran especialmente

Si viviera más cerca

Si fuera más joven o si tuviera más experiencia

Si tantas otras cosas... La verdad es que tendrían que escribir nuestros nombres en los anales de las grandes personalidades de la historia por todas aquellas cosas que realmente haríamos alguna vez, por todas las buenas intenciones que tenemos en el corazón, esperando un mejor momento para ponerlas en práctica.

Pero, ¿saben qué? Dios no necesita que alguna vez hagamos algo extraordinario. Para Dios lo verdaderamente importante es que elijamos bien cada día, comenzando por las cosas más sencillas y más humildes, comenzando desde lo pequeño y cotidiano. De nada sirve construir murallas y edificar ciudades si nos equivocamos en las elecciones más simples, si nos olvidamos de Dios, de las leyes que marcan su voluntad, de su amor por nosotros y nosotras y nosotres, de sus promesas de vida y de abundancia, de su generosidad. 

Algo así debe haberle pasado al hombre rico de nuestra historia. Tal vez esperaba tener más dinero o más tiempo o una mejor ocasión o disfrutar primero un poco más antes de hacer algo que honrara a Dios y sirviera al prójimo. Pero, esperando, se le fue la vida y un día le llegó la hora. Y, lejos de ser recibido en el cielo para seguir gozando de los privilegios que había tenido en la tierra, se encontró en el infierno. Con la mente estrecha de los que nunca pasaron por grandes pruebas, él le reclama a Abraham que le mande al pobre Lázaro a que calme su sed. Él no puede ver en Lázaro a nadie más que a un sirviente, alguien que debe velar por sus necesidades. Y esas palabras del rico lo condenan todavía más. ¿Por qué? Porque él conoce el nombre del pobre. Es decir, él sabía de su existencia, lo conocía, incluso sabía su nombre. Pero nunca había sido capaz de ayudarlo en su miseria, de darle un poco de pan. ¿Saben cuál era el pan que quería comer Lázaro? El pan que los ricos usaban como servilleta para limpiarse la grasa de las manos y que luego tiraban al piso. Ni siquiera eso…

El pobre, que a diferencia del rico sí tiene nombre, se llamaba Lázaro (nombre derivado del hebreo el ‘azar que significa “Dios ayuda”), aunque en vida no gozó, al parecer, de la ayuda divina. Le tocó en desgracia ser mendigo, como a tantos millones de seres humanos hoy, estar postrado en el portal de la casa de un rico sin nombre, uno de tantos.

Lázaro o “Dios ayuda” tenía en realidad pocas aspiraciones: se contentaba con llenarse el estómago con las migajas de pan en las que los señores se limpiaban las manos a modo de servilletas. Pero ni siquiera esto pudo conseguirlo, pues nadie le hizo entrar a la sala del banquete. Para colmo, unos perros callejeros, animales considerados impuros, se le acercaban para lamerle las llagas. Imposible mayor marginación: pobreza e impureza. Pero, y he aquí el título de este mensaje, esos perros, que no se mencionan para decorar el texto (porque Lucas jamás menciona algo por mera casualidad), son la única expresión visible y concreta de empatía con la situación del pobre Lázaro. Lucas, si bien médico, no tenía todos los conocimientos que la ciencia hoy provee, pero sí intuía que la saliva de los perros tenía un componente curativo[1]. Y esos animales de Dios son quienes proveen un poco de alivio curativo al dolor de un hombre lastimado por la enfermedad y por la discriminación más atroz. Y no solo eso: acompañaban su soledad. Yo no sé si aquí en Zaragoza sucede, pero en Argentina, de donde venimos con Margarita, hay muchas personas en situación de calle. Y la gran mayoría de ellas tienen a su lado un perro que acompaña sus diálogos con el viento y con quien comparte el calor en noches frías y con quien se acompañan en la dura aventura de vivir en la calle. Tal vez, solo tal vez, la mención a estos seres de Dios en una historia tan dura, nos refieran a la solidaridad divina a través de seres no humanos, en quienes no pocas veces hallamos más cariño y más empatía que en muchas personas. ¿O no es acaso verdad?

Algunas personas que predican sobre este pasaje dicen con bastante poca profundidad que esta historia es una invitación a la paciencia, a la resignación, a la aceptación, porque Dios, al final, hace justicia. Y muchas veces, detrás de esas palabras, se esconde la justificación de las grandes injusticias de este mundo, de las escandalosas diferencias entre ricos y pobres. Esos predicadores son los que avalan a quienes piensan que no hay que meterse con las cosas del mundo, porque Dios es quien debe hacer justicia. Y claro, yo creo que Dios le va a dar a cada quién lo que en su gracia y en su justicia él crea que merece. Pero ¿es la Biblia, esta Palabra que celebramos hoy, apenas un barato consuelo para las personas empobrecidas y una aspirina para el alma de los seres afligidos? ¿Ustedes que creen?

No, querida comunidad. La Biblia no es solamente una promesa para el futuro. Mira a la vida presente y, en este caso, va dirigida a los cinco hermanos del rico, que continuaban –aún después de la muerte de su hermano y de Lázaro- en la abundancia y el despilfarro, tal vez pensando lo que alguna vez harían con su plata, alguna vez… La parábola va dirigida a los que no son capaces de aceptar su responsabilidad con el presente, con la vida de los pequeños, con el llamado de Dios a ser sal y luz, a compartir los bienes, a ser instrumentos de bendición. Es una invitación a dejar el discurso del “si yo tuviera…”, para empezar a decir “yo ahora puedo dar esto: mi tiempo, mi ofrenda, mi capacidad, mi mano solidaria, mi oración, mis dones” y traducir eso en algo concreto: 3 horas a la semana, venir al culto todos los domingos, ayudar a tal persona con nombre y apellido, comprometer para la obra de Dios tanto de mis recursos por semana, visitar residencias, lo que fuera.

Que la Palabra viva de Dios nos haga personas generosas, sensibles, solidarias y de mano abierta. Que en nuestra íntima relación con ella podamos crecer en nuestra capacidad de dar y darnos. Que al menos seamos como los perros, ejercitando nuestra solidaridad con las llagas de un mundo herido y lastimado, cuidando la creación sufriente de Dios, amando desde debajo de las mesas de las injusticias a quienes claman por su dignidad y por sus derechos. ¡Vaya que hace falta!

Si lo así lo hacemos, esta parábola no habrá sido escrita en vano.

Amén.

P. Gerardo Oberman


 

 

 

 

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